LA MUERTE DEL CHACHO: La civilización frente al gaucho ontológico.

Por Tomás Cimmino. Peronismo Militante - Tres de Febrero.



“Peñaloza no es ni un criminal, ni un prócer, ni un táctico orgánico, ni un tendencioso político, en tal o cual sentido; Peñaloza es la corporización de un rasgo ingénito de su medio étnico, de la historia íntima de su pueblo”
Joaquin V. Gonzalez.

La vida del Chacho

Ángel Vicente Peñaloza, popularmente conocido como el “Chacho”, fue un reconocido caudillo federal riojano que combatió la mayor parte de su vida en las guerras civiles que vinieron tras la Independencia. Adorado por los suyos, llegó a conducir ejércitos populares de más de tres mil soldados, una de las más famosas “montoneras federales”. Podría considerarse a este gaucho, tal como lo afirma la cita precedente, como la encarnación misma de la patria, aún en un contexto donde la definición de un marco institucional y jurídico estaba en disputa. Desde la mirada opuesta -la del coloniaje-, Chacho siempre fue considerado como la síntesis suprema de lo bárbaro y lo salvaje: bandido, maleante, sin cultura ni ética dignas de la civilización. Cabe revisar la historia de su vida, y fundamentalmente de su muerte, para discutir y profundizar esta reflexión ontológica entre la civilización y la barbarie.

Antes de profundizar en su cruel asesinato, es justo recapitular brevemente su historia de vida. Nuestro gaucho era del siglo XVIII: había nacido en Malanzan, La Rioja (por entonces el Virreinato del Río de la Plata), en 1798. Fue criado por un anciano sacerdote, quien balbuceando “Muchacho” lo apodó como “Chacho”, mote por el cual se lo sigue recordando. Desde joven se sumó a las filas de Facundo Quiroga, ejército popular en el cual llegó al grado de mayor por su intrépida virtud para la guerra.  Ya desde 1826 luchó contra el centralismo porteño, por el afán de la autodeterminación de su pueblo y de su tierra hasta que más tarde, en 1855, fue ascendido a General del Ejército de la Confederación Argentina por Urquiza. Pero su cargo militar era sólo un reflejo institucional de su representatividad popular y territorial: La Rioja del Chacho (aunque su influencia llegaba también a Mendoza y San Juan) era una muestra de arraigo y comunidad. Allí, Peñaloza era una figura emblemática, reconocida y hasta adorada, tal es así que la cultura popular lo sigue recordando como el “padrecito de los pobres”. En Los Llanos no había quien no hubiera escuchado de él, tampoco quien no supiera de su constante disposición por ayudar a sus paisanos. En palabras de José Hernández, el Chacho era “una propiedad de la Patria y de sus amigos. Era una de aquellas almas inspiradas sólo en el bien de los demás, uno de aquellos corazones que no conocen jamás el odio, el rencor, la venganza ni el miedo.”  Sobran los hechos y fuentes que demuestran su profundo humanismo, el cual es significativo contrastar con la atrocidad de su asesinato, casi 40 años después de sus primeras batallas. 


La dictadura de Mitre


“No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos.”  Esto le aconsejaba Domingo Faustino Sarmiento a Bartolomé Mitre el 20 de septiembre de 1861, apenas tres días después de la llamada “Batalla de Pavón”, la cual consagró la victoria y hegemonía de Buenos Aires por sobre las provincias de la Confederación Argentina. Comenzaba la Dictadura de Mitre.

En ese entonces, las provincias aún se mantenían bajo influencia de los caudillos federales. Se trataba de líderes populares que habían demostrado su patriotismo en las guerras civiles que acontecieron tras la independencia, y habían sido reconocidos formalmente en el ejército nacional de la Confederación. Tras la caída de esta en Pavón, Mitre lanzó varias expediciones comandadas por los generales uruguayos Paunero, Arredondo y Flores, y los coroneles Rivas y Sandes hacia el noroeste. El objetivo era claro: lo que se denominó formalmente como “expedición pacificadora del ejército de Buenos Aires” fue en realidad una cacería de hombres, una masacre con la clara misión de exterminar y extirpar el último atisbo de federalismo del país encarnado por estos líderes populares, mayor obstáculo para el proyecto portuario-liberal. Esta campaña “civilizatoria” hizo de los degüellos, las torturas y los asesinatos una moneda corriente, mostrando una atrocidad fiel a la tradición unitaria. Sus ejércitos salvajes cumplían al pie de la letra los lineamientos dados por Mitre y Sarmiento: desatar el terror contra el criollaje.

Siendo testigo de tamaña hostilidad y violencia contra sus compatriotas en esta campaña de exterminio gaucho, Peñaloza se ofrece de mediador en pos de lograr la paz y unidad nacional. A pesar de su edad y desgaste tras tantos años de lucha, ante la injusticia generalizada el Chacho reorganiza sus fieles tropas federales y se larga al combate. Tras sucesivas derrotas, Peñaloza logra sitiar la ciudad de San Luis, y habiendo acorralado militarmente al gobierno de la provincia busca negociar con él . Así, consigue entablar un acuerdo con el centralismo porteño beligerante, y aunque Peñaloza sale del combate como indudable ganador, negocia en una postura defensiva: busca la amnistía del nuevo gobierno centralista de Buenos Aires, pidiendo que cese la persecusión hacia él y sus gauchos. El primer punto del acuerdo sellaba “el sometimiento del Gral. Peñaloza con las fuerzas a su mando al Gobierno Nacional, representado hoy por el señor Brigadier General don Bartolomé Mitre”. A cambio, se acordaba la “suspensión de toda hostilidad entre las fuerzas beligerantes”, y posteriormente el “indulto a todos aquellos que hubieran tomado las armas contra las actuales autoridades del país”.
El bando unitario traicionaría el pacto a los pocos días, continuando con la persecución hacia los gauchos. El acuerdo se consolidaría recién un mes después con el llamado “Tratado de Las Banderitas”. Si bien, visto desde la comodidad del presente, podríamos considerar cierta ingenuidad de parte del Chacho, se hace notable el nivel de sacrificio al que estaba dispuesto Peñaloza con el fin de lograr la paz y unidad nacional: cedía y se subordinaba ante sus mayores enemigos, el centralismo porteño, a fin de terminar con tanta sangre derramada. Una muestra cabal de que lo que movía su accionar no era el orgullo o resentimiento, sino un profundo anhelo de justicia. En este punto, se vuelve imperioso mencionar algunos fragmentos del discurso que le da a sus tropas federales noticiándolos del acuerdo, a fin de explicitar el nivel de humanidad y patriotismo de este caudillo:


“Soldados: (...) nos vimos acosados y perseguidos a muerte, sin comprender por nuestra parte la causa de tamaña persecución. Vosotros acudisteis como siempre al llamado de vuestro general y amigo en defensa de vuestros hogares y de vuestra vida que creías amenazada injustamente. Compañeros: me es grato anunciaros que estábamos en un lamentable error. La Comisión Pacificadora (...) nos asegura a nombre del Gobierno Nacional, que no es nuestro exterminio lo que se procura, sino el restablecimiento de la paz y el imperio de la ley en toda la República. Vosotros sabéis que para tan laudables fines nunca fueron los últimos los habitantes de los llanos. Amigos: Puesto que estábamos en un error, apresuremonos a repararlo declarando al Gobierno Nacional, que nunca fué nuestra intención rebelarnos contra su autoridad, sino, simplemente defender nuestros hogares y nuestras vidas que creíamos injustamente agredidos. (...) Será el primero en ejecutarlas vuestro general y amigo Ángel Vicente Peñaloza"



Es realmente emocionante hacer piel de un discurso tan sentido, y -posteriormente- tan atrozmente traicionado.  Cabe mencionar una anécdota para seguir explicitando la nobleza de nuestro gaucho en contraste con la barbarie unitaria: tras la firma del acuerdo, el Chacho propone a los coroneles Sandes, Rivas y Arredondo devolverse mutuamente los prisioneros capturados durante el conflicto, a lo que estos no devuelven objeción alguna, en un sospechoso silencio. Inmediatamente el Chacho manda a liberar a los prisioneros enemigos. “Aquí tienen ustedes los prisioneros que yo les he tomado, ellos dirán si los he tratado bien, ya ven que ni siquiera les falta un botón del uniforme” les dijo el Chacho. El silencio de los jefes de Mitre se volvía incómodo. "Y bien, ¿Dónde están los míos?” Continuó. “¿Por qué no me responden? ¡Qué! ¿Será cierto lo que me han dicho? ¿Será verdad que todos han sido fusilados? ¿Cómo es entonces, que yo soy el bandido, el salteador, y ustedes los hombres de orden y de principios?”. En efecto, los miembros de las montoneras habían sido fría y ferozmente masacrados, y sus mujeres e hijos arrebatados. Los mejores soldados y compañeros del Chacho eran así sacrificados por los jefes de la “civilización”, mientras que el gran caudillo federal, supuesto “bárbaro y salvaje” devolvía sus prisioneros de forma íntegra.


 Tales atropellos tuvo que sufrir el Chacho tras Las Banderitas, pues las hostilidades contra sus paisanos no solo se habían mantenido sino recrudecido. Hasta que, en abril de 1863, un año después del tratado, y ante la evidente traición de los unitarios, decide escribir la siguiente carta al “Excelentísimo Señor Presidente de la República Argentina Brigadier General Bartolomé Mitre”:

“Después de la guerra exterminadora porque ha pasado el país, y después de todos los medios puestos en juego para terminar ese malestar en todas las provincias, muy conformes y llenos de fe en el programa de V. E (Vuestra Excelencia) han esperado los pueblos argentinos una nueva era de ventura y progreso; han esperado ver cumplidas las promesas hechas tantas veces a los hijos de esta desgraciada patria.”

 

  “Pero, muy lejos de ver realizado un sueño dorado, muy lejos de ver cumplidas sus esperanzas, han tenido que tocar el más amargo desengaño, al ver la conducta arbitraria de sus gobernantes, al ver despedazadas sus leyes y atropelladas sus propiedades y sin garantías para sus mismas vidas. Los gobernantes (...) atropellan las propiedades de los vecinos, destierran y mandan a matar sin forma de juicio a ciudadanos respetables sin más crimen que haber pertenecido al partido federal, y sin averiguar siquiera su conducta como partidarios de esa causa.” 

 Yo mismo, que he esperado ver realizadas las promesas hechas a esta provincia y a las demás, según el tratado celebrado conmigo, he sufrido hasta el presente la más tenaz hostilización por parte de los gobiernos circunvecinos, ya tomando y mandando ejecutar a los hombres que me han acompañado”
(...) “Es por esto. Sr. Presidente, que los pueblos, cansados de una dominación despótica y arbitraria, se han propuesto hacerse justicia, y los hombres todos, no teniendo más ya que perder que la existencia, quieren sacrificarla más bien en el campo de batalla, defendiendo sus libertades y sus leyes y sus más caros intereses atropellados vilmente por los perjuros.”
"Esas mismas razones y el verme rodeado de miles de argentinos que me piden exija el cumplimiento de esas promesas, me han hecho ponerme al frente de mis compatriotas y he ceñido nuevamente la espada, que había colgado, después de los tratados con los agentes de V. E. No creo merecer por esto el título de traidor, porque no he faltado a mis promesas, sino cuando a mí se me ha faltado y cuando se ha burlado la confianza de todos los argentinos. (...) No es mi propósito reaccionar al país para medrar por la influencia de las armas, ni ganar laureles que no ambiciono. Es mi deber el que me obliga a sostener los principios y corresponder hasta con el sacrificio de mi vida a la confianza depositada en mí por los pueblos. Es, en una palabra, el amor a la patria, ese sentimiento natural de todos los corazones, que debiera ser el que dirija la conducta de los primeros mandatarios, para corresponder a la fe con que el pueblo argentino depositara en ellos su suerte.  (...) 

   “Después de haber cumplido mi deber manifestando la V.E. estas verdades, solo me resta esperar que la penetración y juicio de V.E. no permitirán la continuación de estos males, y pondrá inmediatamente en ejercicio todo su poder a influencia a fin de salvar la República toda del caos en que se va a precipitar, pudiendo aún asegurar por mi parte que para lo que sea en bien de mi país y de mis compatriotas, siempre me hallará dispuesto el Gobierno Nacional, y quedo esperando su definitiva contestación, que será la norma de mis ulteriores procedimientos.”


Dios guarde a V. E. — Ángel Vicente Peñaloza”


Resistencia y muerte del Chacho


Y así volvía el Chacho, con sus 66 años, a estar dispuesto a dar pelea contra el proyecto “civilizador”. No por placer, ni siquiera por el honor, sino por una dimensión obediencial del poder que no concibe la ciencia política moderna: lo hacía por los suyos, porque se lo exigía el imperativo ético de la vida y de la justicia. Volveremos sobre esto más adelante. 

 

  Los propios jefes militares de las fuerzas unitarias reconocían en sus cartas la adhesión y cumplimiento del Chacho ante el tratado: “Su lema es el de Obediencia al Gobierno Nacional” dice Paunero a Mitre en noviembre. En lugar de contestar la carta del Chacho, Mitre nombra a Sarmiento Director de la Guerra, lo que era la tácita declaración de la inminente guerra. También significaba que quedaban bajo su conducción las milicias de Córdoba, San Luis y San Juan. Las provincias de Catamarca, La Rioja, Mendoza, Santiago, Tucumán, Salta y Jujuy también se verían inmersas en este nuevo conflicto; pero los planes de Mitre niegan y trascienden la idea de una nueva guerra civil. Esto le escribía a Sarmiento tras nombrarlo interventor en San Juan y designarlo Director de Guerra: 

“Procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña militar. No quiero dar a ninguna operación sobre La Rioja el carácter de guerra civil. Mi idea se resume en dos palabras: quiero hacer en La Rioja una guerra de policía. La Rioja es una cueva de ladrones que amenazan a los vecinos y donde no hay gobierno que haga ni la policía de la provincia. Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo: simples movimientos de ocupación, simple campaña de policía”.
Esta guerra de policía daba el margen necesario a Sarmiento para dar la siguiente respuesta, advirtiéndole a Mitre sobre el posible accionar del coronel Sandes: 

“Si mata gente cállense la boca. Son inútiles bípedos de tan perversa condición que no se que obtenga con tratarlos mejor”


  En contraste, Peñaloza preparaba a sus “muchachos” para la lucha con el siguiente discurso:
“El viejo soldado de la patria os llama en nombre de la ley, y la Nación entera, para combatir y hacer desaparecer los males que aquejan a nuestra patria y para repeler con vuestros nobles esfuerzos a sus tiranos opresores. Vais a dar un nuevo testimonio de lealtad y valor, combatiendo, sí necesaria fuera la lucha, y venciendo, porque nuestra es la victoria, desde que tenemos de nuestra parte la justicia de la causa. Vamos a abrir una campaña y emprender una obra grande en su objeto y sufrimiento: pero llena de gloria al reconquistar nuestros sagrados derechos y libertades, reunir a la gran familia argentina y verla toda entera cobijada bajo el manto sagrado de las leyes y bajo de los auspicios del padre común” “Guardias Nacionales de los pueblos todos; al abrir esta campaña no olvidéis que vais en busca de hermanos, que el suelo todo que vais a pisar es argentino: y que el pendón de la nacionalidad no lleva el lema de sangre y exterminio; no: la sangre argentina debe economizarse, como los frutos de una paz duradera y benéfica para todos”


Así comenzó nuevamente la guerra, donde el Chacho fue vencido en repetidas ocasiones. Urquiza seguía desoyendo sus pedidos de auxilio, muy ocupado con la fortuna que había cosechado por su cobardía y alta traición en Pavón. Las fuerzas unitarias, al mando de Paunero y Sandes (a su vez dirigidos por el mismo Sarmiento), contaban con una gran ventaja armamentística y tecnológica. Pero Peñaloza no se rendía ante la adversidad. Los unitarios lo buscaban sin cesar, torturaban y masacraban a sus compañeros para dar con su paradero, pero el Chacho, más que escondido, estaba preparando el próximo asalto, una y otra vez.

  Tras ser derrotado en San Juan, el caudillo federal se vio obligado a escapar hacia Olta, en La Rioja.  Y así llegamos al 12 de noviembre de 1863, cuando fue sorprendido por un grupo al mando del capitán Vera -que había sido prisionero suyo y muy bien tratado por el Chacho-, a quien Peñaloza le entrega su puñal sin ofrecer resistencia. Una hora más tarde, el comandante Irrazaval irrumpe en la escena, al grito de: “¿Quién es el Chacho? ¿Dónde está ese bandido?”. Nuestro gaucho no se esconde y responde: “Yo soy el General Peñaloza, pero no soy ningún bandido”. Como respuesta, el cobarde unitario atraviesa con su lanza al viejo Peñaloza, ya rendido y desarmado. Por si no era suficiente, ordena a sus hombres que lo acribillen a balazos. Y aún hay más, pues la atrocidad no se detiene: deciden cortarle la cabeza y colgarla en una pica, para luego exhibirla en la plaza del pueblo, en presencia de su familia. En esa misma zona obligaron a su esposa y compañera, Victoria Romero1 a barrer toda la plaza mientras estaba encadenada, perpetrando aún más la humillación y la atrocidad de sus crímenes. Ante esto, Sarmiento comentaba: “(...) he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”. 1. Cabe una mención de honor a esta compañera, quien, tan querida por los gauchos como el mismo Chacho, había salvado la vida de este durante un combate veinte años antes, en 1842. Más que una "acompañante", era una compañera de vida, y fundamentalmente de lucha. El recorrido histórico de este breve ensayo y las escasas fuentes históricas impiden un desarrollo más profundo de su figura.




El gaucho ontológico

 Así se selló el destino de nuestro gaucho, Angel “Chacho” Peñaloza. En el Museo de Historia de La Rioja está exhibido su mítico facón, el cual lleva inscripta la frase "Naides, más que naides, y menos que naides”, consigna que sintetiza su profundo humanismo. Peñaloza era, antes que todo, un militante por la vida. Era la expresión más genuina de nuestro suelo. A pesar de su claro arraigo y su profunda dedicación a la defensa de su tierra y su comunidad, su horizonte no era el de un localismo cerrado o un republicanismo bobo: buscaba la fraternidad entre sus compatriotas, entendiendo que Argentina, su patria, era la casa común que debía albergarlos a todos. Lo prueba su incansable intento por lograr la paz y la unidad nacional por sobre todas las diferencias, valorando la vida de cada argentino, con el mandato ético de la justicia como único principio irrenunciable. 

Pero más allá de su claro espíritu solidario, es significativo reflexionar sobre la verdad más profunda que arrastra nuestra América cristalizada en la vida de este gaucho. Iniciamos este ensayo postulándolo cómo la encarnación misma de la patria. A la luz de la filosofía situada de Rodolfo Kusch podemos reflexionar que, frente a la cruda y violenta importación e implantación de la civilización comandada por los ganadores de Pavón a través de la violencia, el Chacho representa otro modelo de hombre, más propio de nuestro ser nacional. La guerra de la civilización contra la barbarie, representada aquí entre unitarios y federales, o de porteños contra gauchos, es en el fondo -y en términos de Kusch- una guerra ontológica entre dos modos de habitar el mundo: el ser y el estar. 

Si Mitre y Sarmiento trabajaban en la imposición de una Argentina blanca y moderna, donde desembarcar y construir su pulcro ‘patio de los objetos’, allí donde pueda brillar el mercader compitiendo por ser alguien; el Chacho más bien parecía querer estar nomás, esperando el fruto de la tierra junto a su comunidad. Representa así, quizás, el último margen de la auténtica libertad que tuvo América para desarrollar su cultura en estas tierras. Si esta, tal como la define Rodolfo Kusch, son las estrategias de supervivencia propias de un pueblo, surge también del suelo que se habita. Es por eso que Kusch prefiere hablar de geocultura: nuestra cultura nacional es indisociable de nuestro territorio argentino, tal como el Chacho era una figura indisociable del "latir" de los llanos de La Rioja. Esto quiere decir que el progreso no puede importarse cual entelequia: este siempre es el proceso situado de una comunidad en una tierra determinada. Y así lo demuestran las montoneras heroicas del noroeste, que se las llamaba así por luchar en el monte, o por ir montados a caballo. Vaya si no era esta una estrategia de supervivencia, una cultura que germina del propio suelo y de un pueblo que busca vivir en paz (y no ser masacrado en el intento).

  Resulta curioso que sea la libertad el principio con que siempre se justificó la implantación de un modelo de país dependiente que suprimió -o intentó suprimir- toda nuestra autenticidad. Es que aquí entran en juego dos tipos de libertades, muchas veces excluyentes: la de ser y la de tan sólo estar. La de comerciar y la de vivir. La de explotar y la de comer. La libertad que se impone importada de un proceso ajeno como un bien abstracto, o aquella que se persigue tan solo habitando nuestro suelo. En la construcción de los cimientos jurídicos e institucionales de nuestra Nación primó la lógica y el interés del ser, el mercader y el mundo de los objetos por sobre la del mero estar, o el mundo de la vida y su desarrollo armónico. Con el fin de comerciar, elevar las tasas de ganancia o perseguir el “progreso universal ilimitado” se intentó suprimir toda forma de vida auténtica en América. 

Pero la vida no puede suprimirse, ya que ésta brota de la tierra misma. Por más que se busque refugio en el patio de los objetos, es decir, la ciudad construida por el hombre moderno, donde la materia prevalece por sobre el espíritu y la competencia sobre la comunidad, nunca se deja de estar caído en el suelo. Es como ese espíritu de la tierra que todo se devora, en palabras de Scalabrini Ortiz. En nuestras élites políticas e intelectuales siempre existió un profundo miedo y negación por esa mera estancia, esa “indigencia originaria” de América. No escapa a esto Sarmiento, por ejemplo, cuando se encuentra con un paisano rezando ante la salida del sol en San Luis, y se emociona como nunca en su vida ante un acto de tan profunda espiritualidad, pero tras un punto aparte lo desprecia por bárbaro (D. F Sarmiento, 1845. p.32). Es el inútil intento de la supresión de su espíritu, siendo que no se puede ser sin antes estar. Hay, según Kusch, una mitad de hombre que hemos suprimido -o más bien reprimido- en pos de adaptarnos al ser civilizado que nos impone la ciudad moderna. 

Y esta mitad nuestra sigue latiendo, tal como lo demuestra el peronismo y el subsuelo de la patria que sabe emerger una y otra vez. Ese que no se adapta a los esquemas importados que nos venden -y más de un criollo sabe comprar-. Será cuestión de escarbar un poco nomás entre tanto cemento. No se trata de volver a las cavernas ni de recaer en un esencialismo nostálgico, sino de ese sueño originario de nuestros padres fundadores: el de ser libres. Y frente a esta misión no hay mayores contradicciones, como lo demuestra el Chacho, que además de ser el más fiel defensor de la justicia, lo fue también del orden; que además de luchar por la vida, lo hizo también por la Patria. Además de humano, este caudillo fue auténtico. Fue la encarnación de esa fuerza constante y primordial de nuestra América Profunda, todavía incomprendida por las izquierdas y las derechas: la de un pueblo en búsqueda de su liberación. No solo vale recordarlo por su incansable lucha y entrega, sino fundamentalmente porque, pensemos, ¿cuánto de él todavía vive en nosotros?


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