APORTES FILOSÓFICOS PARA DISCUTIR CON UN LIBERAL (o para salvar al mundo) | Por Tomás Cimmino

 Por Tomás Cimmino

Miembro de la Secretaría de Formación Política
Organización Peronismo Militante Tres de Febrero



 Nadie puede discutir que vivimos una crisis sin precedentes. Un virus microscópico confirmó lo que todos sabían pero nadie afrontaba: no sabemos hacia dónde va el “progreso” que nos vendieron. Las verdades de la modernidad se han desmoronado, y el relativismo posmoderno no parece ofrecer una solución que dote de sentido nuestra vida social. Pero incluso en este contexto que marca el derrumbe del proyecto anglosajón de dominio universal, podemos llegar a encontrarnos con especímenes que rozan el ridículo, radicalizando aún más los mitos del liberalismo.  Hoy presenciamos, encarnada en estos economistas mainstream, la versión más cruda del liberalismo económico. Este ensayo se propone desmenuzar estos discursos en sus principios más fundamentales como herramienta práctica para el accionar militante en torno a la disputa de sentido, en un contexto crucial de la humanidad. ¿Por qué concentrarnos en discutir con un libertario, cuando se trata de un grupo de adolescentes que se forman por Youtube? Porque esta es, quizás, la versión histórico-ideológica más exacerbada, absurda y violenta del discurso y las premisas del liberalismo, por lo que confrontarla ilustra a modo pedagógico para rebatir al liberalismo realmente existente, el cual vive un punto de inflexión donde puede ser superado. Antes, una breve introducción.


  El liberalismo es un conjunto de ideas filosóficas, políticas, económicas, sociales y culturales que encuentra su anclaje histórico y teórico en la modernidad. Podría categorizarse como un hijo de ésta, ya que es un proceso histórico indisociable del proyecto imperial y civilizatorio de Europa que comienza con la conquista de América. Enraizado en procesos como la “Revolución Francesa” y la “Revolución industrial” (entre muchos otros), esta disciplina se ha convertido en la perspectiva hegemónica en el mundo occidental. A modo de síntesis, podemos encontrar a René Descartes, Thomas Hobbes y Adam Smith como sus padres fundadores en el terreno de la filosofía, la ciencia política y la economía, respectivamente. Descartes fue quien descubrió y sintetizó el verbo del sujeto moderno con el ego cogito (pienso, luego existo), al que posteriormente Hobbes transformó en el hombre lobo del hombre, dando lugar al surgimiento del Estado moderno. Por último, Smith convierte al egoísmo del yo-pienso en el motor de la sociedad, el cual posibilita la “mano invisible” que autorregula el funcionamiento perfecto del mercado. Así damos con el sujeto de la modernidad y sus dos instituciones pilares: el Estado y el Mercado.  

El liberalismo económico se ha consagrado como el paradigma que consiguió dominio “universal” durante el siglo XIX y XX con la idea-fuerza del progreso como único camino posible. Ya desde entonces se pregonaba la no intervención del Estado en el mercado. De todos modos, este paradigma acompañó -y ha sido acompañado por- un proceso histórico a su vez cargado de otras perspectivas filosóficas, políticas y sociales más amplias que le daban sustento empírico y simbólico en el marco de la época moderna: el racionalismo cartesiano, el contractualismo hobbesiano, el positivismo, etc.

 Sin embargo, en nuestros días, se pretende mostrar la disciplina económica como algo completamente abstracto y aislado de todas las relaciones sociales. El mercado se presenta así como un ente autorregulado, perfecto, que puede predecirse y ajustarse a modelos teóricos altamente calibrados y puramente matemáticos. No guarda ninguna relación con ningún tipo de principio ético, filosófico, político, sino que es visto como algo objetivo y ajeno a la obra del ser humano; y, lo que es peor, solo puede ser comprendido por el grupo selecto de tecnócratas y economistas serviles que repiten los axiomas del laissez faire, con los que siempre erran sus pronósticos. Si la realidad no se ajusta a sus  cálculos, será que esta fallando la realidad, nunca su teoría (como ya lo ha demostrado una y otra vez).

Así, en una sociedad hiper-mercantilizada, se confunde la libertad con la libertad del mercado, dos conceptos que suenan similares pero se vuelven excluyentes. Allí donde se impone la teoría del libre mercado, se anula la libertad de los pueblos, y aun de los “individuos”. No hay mejor ejemplo que el que nos da la historia del neoliberalismo: fue impulsado cual “experimento” en América Latina a través de las dictaduras militares más sangrientas y autoritarias de nuestra historia, en la cual se violaron sistemáticamente las máximas libertades y dignidades humanas. Así se impuso el “libre” mercado en nuestros pagos. Paradójicamente, los defensores del libre cambio no tuvieron escrúpulos para justificar la máxima intervención estatal que se haya conocido -el terrorismo de Estado-  puesta al servicio de la imposición del proyecto neoliberal.


Lejos de un proceso natural, la economía de mercado solo es posible en una sociedad de mercado, impulsada y dirigida por la intervención directa de los Estados-Nación (Karl Polanyi fue uno de los que más profundizó esta crítica). No existió industrialización sin intervencionismo estatal. Tampoco hubiera existido neoliberalismo sin terrorismo de estado. Ambas instituciones, el Estado y el mercado, son hijas del proceso moderno, que pareciera ser infinito y universal pero tan solo tiene 500 años.

 Hoy, esos mercados hijos del Estado buscan su definitiva emancipación, lo que la conducción del movimiento nacional, Cristina Fernández de Kirchner, sintetizó como anarco-capitalismo financiero. Ya no estamos en la época del liberalismo clásico, encarnada  en nuestro país por figuras como Mitre, Sarmiento o  Alberdi, donde el liberalismo económico iba acompañado de un fuerte corpus de ideas filosóficas, políticas y sociales que, aunque eran abstractas y contradictorias con la realidad, dotaban de cierta integralidad al paradigma liberal. El neoliberalismo es el punto del proceso civilizatorio en el cual la lógica de mercado ya no se sirve del Estado para contaminar cada sector de la sociedad con la cultura del descarte. 

Hemos engendrado un monstruo que busca su autonomía en pos de devorarlo todo. El riesgo no es menor: la destrucción de la vida humana, bajo un paradigma que calcula fríamente los costos y beneficios de las transacciones e intercambios económicos, pero deja de lado las “pérdidas” a la hora de pensar en el hombre, su bienestar y su hábitat: la naturaleza de la que somos tan solo un fruto. El racionalismo cartesiano, derivado en el liberalismo económico, paradójicamente se dirige directamente a la destrucción de la vida. No sé qué tan racional pueda ser esto, más bien parece el mayor de los absurdos: el de terminar racionalmente con nuestra propia existencia. Dios no ha muerto, ahora es el Hombre. Esta fue la premisa fundamental de la modernidad, pero no hemos tomado dimensión de la responsabilidad que implica. 

La naturaleza y el hombre no pueden ser meras mercancías, como señala Marx en El Capital. Tampoco el hombre puede concebirse sólo en su dimensión racional. Concebir al alma disociada del cuerpo, y determinarla sólo al plano de la consciencia y la abstracción, condujo al dominio frío y mercantil sobre los cuerpos y la naturaleza como materia ordinaria frente a la grandeza y los logros tecnológicos del espíritu racionalista. Esto es advertir sólo una mitad superficial del hombre y del todo, como supo explicar Rodolfo Kusch. Y así se ha montado toda esta gran ficción moderna. Las grandes verdades de la modernidad -el progreso, la racionalidad, la mano invisible del mercado o la dictadura del proletariado- que dotaron de sentido una etapa histórica, hoy más que nunca chocan cada vez más con una realidad cambiante, incomprensible desde aquellas categorías, e insoportable para el 90% de la humanidad: los pueblos oprimidos del mundo. El posmodernismo, a su vez, es un intento academicista de estudiar una por una las piezas de un todo que estalló, por lo que no puede darle sentido a nuestra misión. Hace falta una nueva salida: comunitaria, ecológica, que brote de las raíces de nuestro suelo, con el más intenso amor por el prójimo y la naturaleza (y si esto nos suena más a “hippie” que a buen cristiano, hemos perdido la batalla). Esto no puede resumirse a un mero activismo de pancarta y slogans. Hace falta una solución integral que tenga la creatividad de abrir nuevos horizontes, con un fuerte sustento popular y un arraigo en nuestra tierra y nuestra historia. En Argentina, esa solución se llama peronismo. Este movimiento representa y representó siempre la sistematización doctrinaria y programática de nuestro interés nacional.  Nada mejor que el peronismo para la creación propia de nuevos horizontes para nuestra Nación, para nuestra América y -por qué no- para nuestra humanidad.


En línea con esto, Francisco nos plantea un panorama de dos opciones: o barnizamos el sistema actual, manteniendo la exclusión y el descarte, la destrucción de la naturaleza y de la vida, o nos animamos a crear un horizonte superador. Para salvar al mundo, debe desatarse un proceso colectivo que vaya a discutir al hueso del proyecto imperial. Animarse a crear: el sujeto que ha sido negado históricamente en nombre de la racionalidad moderna, hoy tiene la oportunidad de negar y superar un sistema excluyente que está agotado. De las periferias, los negados y los oprimidos, de quienes viven las realidades más descarnadas de exclusión e indignidad, debe surgir un nuevo horizonte. La mundialización del justicialismo, es decir, la justicia y la felicidad de todos los pueblos del mundo, tiene que ser nuestro fin. Ese horizonte surgirá de la negación de lo ya dado. No para suprimirlo en un intento nostálgico de volver el tiempo atrás, sino de superarlo, poniendo la técnica moderna al servicio del hombre nuevo y una relación sana y sostenible con nuestra naturaleza; es decir, ponernos al servicio de la vida, y ya no de la muerte.

 

La primera negación hacia la modernidad es hacia su concepción misma del ser. Esta descansa, como hemos dicho, sólo sobre una parte del hombre, y no sobre su integridad. Una de las premisas fundamentales del liberalismo económico es que los hombres actúan de forma racional por su interés individual. Para Adam Smith el egoísmo es el motor de la sociedad. Este es uno de los principales puntos de continuidad con el neoliberalismo reinante (del cual Smith sin dudas se horrorizaría). La oferta y la demanda, como el intercambio de bienes, se producen entre agentes individuales que buscan racionalmente su beneficio, y esa interdependencia movida por el interés individual produce el equilibrio armónico del mercado. Cabe preguntarse, entonces: ¿Qué moviliza nuestra acción? Esta es una pregunta que ha preocupado históricamente a la teoría sociológica desde su existencia, buscando una respuesta científica. Podríamos realizarla desde nuestra vida cotidiana: ¿Es solo la racionalidad instrumental la que nos motiva? ¿La ganancia, el beneficio al menor costo? ¿La lucha por la apropiación de la plusvalía? ¿Que lugar cabe aquí para la comunidad, las emociones, los principios éticos, los valores y las pasiones?  Si el mercado y los economistas mainstream fallan reiteradamente en sus pronósticos es porque consideran que la vida social puede calcularse en un excel, creyendo que los individuos sólo realizan acciones racionales para su beneficio propio en el plano material. No hay lugar aquí para la solidaridad, la acción desinteresada por el otro o el altruismo. Todo es cuantificable, calculable y explotable. Todo se compra, y todo se vende. 

 Sabemos que no son estos los valores que mueven a nuestro pueblo. Quizás por eso nunca ha funcionado la teoría de la mano invisible en nuestras tierras. Otra vez es culpa del pueblo, será por eso que le tienen tanto desprecio. 

Otro punto que confronta esta teoría utópica con la realidad cotidiana es que ese interés racional no condujo a la atomización de la sociedad donde el egoísmo individual produce un equilibrio en el todo social, el cual se concibe como un conjunto de individuos aislados pero iguales a la hora de intercambiar. Por el contrario, esa racionalidad condujo a la creación de enormes monopolios, oligopolios y grupos concentrados que utilizan su poder de mercado explotando, excluyendo y descartando a las mayorías populares. Smith advertía sobre este peligro, pero lo consideraba una “falla de mercado”, meras “excepciones” que hoy son la norma y la más pura realidad  de la economía mundial: las 26 personas más ricas del mundo, líderes de grandes conglomerados corporativos, detentan mayores riquezas que la mitad de la población mundial junta. 

De aquí al segundo punto fundamental que interesa tratar: estaremos jugando al juego del enemigo cuando concibamos al mundo económico como algo abstraído de nuestra realidad, como un juego matemático y científico que solo juegan unos pocos. Si cedemos ante los discursos tecnócratas donde la economía es “la administración de recursos escasos” seremos siempre flexibles ante la exclusión y la dependencia. Porque esta idea de austeridad neoliberal no se basa en el cuidado de nuestra madre tierra, sino en el de los intereses del imperio y sus vectores internos, donde la marginación de nuestros compatriotas se vuelve algo “inevitable” bajo las leyes de la oferta y la demanda, y, por ende, tolerable. Esto debe ser inaceptable: bajo la lupa del “posibilismo” no hay proyecto de Nación justa, libre y soberana. Debemos comprender las dificultades coyunturales, pero enmarcadas en una filosofía justicialista que pueda ver más allá. 

La agenda inmediata la domina el enemigo. Dominemos el futuro, y será nuestro. Solo proyectando y planificando un futuro de justicia podremos construirla sobre la marcha. La táctica se subordina a la estrategia, la gestión a la planificación estratégica, la economía a la política, y esta a una concepción más profunda del hombre.  De las crisis no saldremos “administrando la escasez”, sino construyendo los pilares de una comunidad organizada. Por eso, en tiempos de crisis, siempre se ha recurrido en auxilio a dos disciplinas: la filosofía y la política. Los militantes, como dice Ana Jaramillo, debemos ser políticos pero también filósofos. Dotarnos de una exigencia ética, que es la del pueblo, donde no admitamos otro horizonte que el de justicia. Esa es nuestra misión.



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