NACIONALISMO CULTURAL: La batalla por lo propio | Por Gabriel Rossini

Por Gabriel Rossini
Miembro de la Secretaría de Formación Política
Miembro del Frente Cultural Arte Militante
Organización Peronismo Militante Tres de Febrero




“En lo socio – cultural, queremos una comunidad que tome lo mejor del mundo del espíritu, del mundo de las ideas y del mundo de los sentidos, y que agregue a ello todo lo que nos es propio, autóctono, para desarrollar un profundo nacionalismo cultural. Tal será la única forma de preservar nuestra identidad y nuestra auto – identificación”
Juan Domingo Perón, Modelo Argentino para el Proyecto Nacional


    Corría el año 1974, cuando el Presidente Juan Domingo Perón presentaba ante el Congreso de la Nación el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, síntesis programática de gobierno de la Doctrina Justicialista. En él, se dejó en claro cuál es la perspectiva que posee nuestro Pueblo sobre sí mismo y sobre el resto del mundo: Nacional, Popular, Democrática. Allí se plasma el contenido espiritual propio de nuestras tierras, la voluntad irredenta y revolucionaria del pueblo argentino. Allí es donde también podemos concebir a la Justicia Social como un acto de Justicia Poética, porque implica recuperar la belleza de lo propio, aquello que pretendió ser rebajado, denigrado y ocultado por los vencedores de Caseros y Pavón, los mismos que circunscribieron al Gral. San Martín en su rol estrictamente militar, negando su carácter eminentemente político y su perspectiva latinoamericanista, los mismos que ocultaron los esfuerzos de unidad y defensa de la soberanía nacional de Rosas.

    El peronismo no es un hecho político aislado que ocurrió en un momento de la historia argentina y ha pasado a segundo plano, sino que es la síntesis de las intenciones de ser de nuestro Pueblo, para reafirmarse como tal y relacionarse con los demás pueblos del mundo de igual a igual. Por eso es que Perón enfatiza la necesidad de pensar y actuar en clave nacional, incluso en el ámbito de la cultura, muchas veces presentada como la hermana menor de la política: “La integración política brindará el margen de seguridad necesario para el cumplimiento de las metas sociales, económicas, científico tecnológicas y de medio ambiente (…) tal evento nos exige desarrollar desde ya un profundo nacionalismo cultural como única manera de fortificar el ser nacional para preservarlo con individualidad propia en las etapas que se avecinan” [1]

    La perspectiva no es la de un nacionalismo expoliador o chauvinista, sino que es coherente con lo que conocemos como contradicción principal: Imperialismo o Nación. Un párrafo más adelante el General es absolutamente claro y conciso en este punto: “Existen dos únicas alternativas para nuestros países: neocolonialismo o liberación” [2]; por lo que, no caben dudas, la salida del laberinto es por arriba y lleva el nombre de Liberación Nacional, tarea que no se podrá concretar si no reafirmamos, como cualquier otro pueblo libre del mundo, lo que realmente somos.

    Entonces, para dar cuenta de la importancia y necesidad de comprender y hacer propio el concepto de nacionalismo cultural, lo deconstruiremos en los párrafos siguientes y veremos que ya forma parte de nuestro acervo político nacional.


Cultivar y cosechar: Habitar la tierra

“Andaré por los cerros, selvas y llanos
toda la vida
arrimándole coplas
a tu esperanza, tierra querida”.
Atahualpa Yupanqui, Tierra querida

    Etimológicamente, la palabra cultura tiene su raíz en el latín cultus, que significa cultivo, relación originaria y fundamental del ser humano con la tierra que habita y de la que se nutre. Sin embargo, existió y perdura una creciente tendencia a alejarse de esta concepción de la relación del lugar que se ocupa, física y espiritualmente, en el mundo.

    Eso ha llevado a que la definición tradicional o escolástica adoptada del término cultura refiera a todo aquello que hacen los seres humanos cuando actúan, reflexionan y comunican aquello que perciben como su vivir comunitario e histórico, es decir, cuando refieren a su modo particular de vida como sociedad, desarrollado y compartido en un espacio común. Asimismo, esto no refiere directamente al suelo que se habita, porque bien puede tratarse de una construcción virtual del espacio que concebimos como cultura.

    La importancia de comprender el origen y la resignificación de las palabras tiene que ver con que parte del entramado de la dependencia (o lo que más adelante especificaremos como dependencia simbólica), está directamente relacionado con el lenguaje y, por lo tanto, con nuestra configuración particular sobre cómo vemos el mundo.

    Otra de las formas en las que habitualmente se ha intentado definir a la cultura es aquella que la concibe como una construcción simbólica mediada por el encuentro entre dos pueblos, en donde uno se define a sí mismo por oposición al otro. Ambos transitan una relación especular donde reconocen su identidad por medio de la diferencia. Así, existe una incorporación del modo de vida del otro desde las categorías, costumbres y modo de vida propios del observador. Por lo cual, desde cada uno se busca subsumir e integrar al otro a la cosmovisión propia.

    Mientras que la primera definición que arrojamos pretende obviar el espacio físico (tierra habitada) como un imprescindible del concepto, esta última perspectiva ligada al conflicto latente del encuentro en la diferencia nos lleva al problema fundamental (y fundante) con el que se ha topado la antropología: el etnocentrismo o, tal como lo concebimos desde la perspectiva de un pensamiento nacional y situado, el eurocentrismo.

    En este sentido, Enrique Dussel [3] sostiene que el ego cogito (yo pienso) cartesiano que ha dominado toda la Modernidad, es el resultado espiritual e ideológico del ego conquiro (yo conquisto) europeo del siglo XVI que se produce con la colonización de América. El imperio de la razón se ha caracterizado por postular el dominio fáustico de la naturaleza por medio de la técnica. Por eso Dussel sostendrá que en realidad nos han presentado los términos de forma invertida, ya que no se trata de que primero es el pensamiento y luego la existencia (“pienso, luego existo”), sino que por el contrario primero se trata del existir y así del pensar, o más bien podríamos concebirlo como un existir / pensar inescindibles. Los europeos primero dominaron por la fuerza y el engaño a los pueblos de América, para luego instaurar su propia forma de ver el mundo y, por lo tanto, de habitarlo. 

    La idea de Europa como centro creó, por antonomasia, su opuesto, es decir, la periferia, el margen, el borde, donde el ser se mezcla con el no ser y por lo tanto termina siendo una versión incompleta de lo Total o central, de la Unidad, es decir, Europa. Entonces, lo que está fuera de lo Uno (Unidad), es lo Otro, la Nada (o los Nadies, al decir de Galeano), y si está fuera de lo Uno, entonces No Es. De esta manera, la violencia militar y simbólica ha sido legitimada sin miramientos como garantía de la democratización de “la razón”, es decir, de la imposición de la voluntad de unos pueblos sobre los otros.

    Pues, entonces, ¿qué posibilidades nos quedan para concebir la cultura como algo situado o, al menos, no dependiente en términos imperialistas a la concepción tradicional sostenida por la antropología academizada? Hernández Arregui ya nos daba una respuesta posible que abarca todas las aristas que estuvimos mencionando: “¿Qué es una cultura? Cultura es un estilo de vida, son rasgos regionales o nacionales diversos articulados a valores colectivamente intuidos como frutos del suelo mediante el nexo unificador de la lengua y experimentados como la conciencia, cerrada en sí misma en tanto resistencia a presiones externas, de una continuidad histórica en el espacio y en el tiempo” [4]

Esta definición supone la existencia de al menos tres elementos:
  1. Una comunidad económica con su correlativa base técnica de sustentación asentada en un área geográfica determinada (comunidad y territorio).

  2. Valores y símbolos homogéneos, vivificados por la lengua (autosuficiencia simbólica).

  3. Conciencia atemporal de la propia personalidad histórica, colectivamente experimentada como distinta de otras personalidades históricas (identidad, inconsciente colectivo).



    La autoconciencia cultural de una comunidad (es decir, el conjunto de elementos identificados colectivamente que distinguimos más arriba) se reconoce a sí misma en lo autóctono. Lo autóctono es la percepción de una imagen colectiva primordial, donde se mezclan lo arcaico, lo fantástico y lo poético, porque da cuenta de la tradición histórica situada de un pueblo, se construye una narrativa épica sobre lo que es porque, básica y sencillamente, podría no existir tal pueblo y, por si fuera poco, unifica (entrama) su existir comunitario–situado–histórico por medio del lenguaje. Todo esto, que tiene tanto de inasible y real como significativo, se trata de las napas subterráneas de las que se hidrata la vida de un pueblo por medio del aljibe de la historia, que busca rearmarse constantemente, encontrando su ser en los vientos fríos del sur, en las llanuras de la pampa húmeda o en los colores de los carnavales del norte. Es el subsuelo de la Patria que vive floreciendo y renaciendo constantemente.

    Es esa misma “autoconciencia atemporal” de la que habla Hernández Arregui la que intenta ser socavada por el imperialismo, porque es la corteza simbólica que resguarda el espíritu de un pueblo. En esa misma línea, sostiene el pintor y dibujante Carpani en Arte y Revolución en América Latina, que la cultura imperialista ejerce una presión disociadora sobre los pueblos que libran la batalla por su liberación definitiva, a través de la separación del producto cultural propio del contexto y de la tierra desde el que fue creado. Eso es logrado por medio del “enrarecimiento” de lo autóctono, identificándolo como lo bárbaro, como aquello que quiebra los parámetros de la estética asumida como legítima por la cultura imperial hegemónica.


Nacionalismo de Liberación

En Las luchas nacionales contra la dependencia, Gonzalo Cárdenas sostiene que “el nacionalismo en los países centrales adquiere un sentido especial: el potente instinto de dominio, la aspiración de hacer valer el propio pueblo o el propio estado sobre otros estados (…) imperialismo y nación tienen el mismo contenido conceptual. En cambio la situación que se percibe en los países del Tercer Mundo es completamente diferente porque a nivel económico, los nuestros son países que están transitando por el camino que nos lleva de una sociedad tradicional y con economía primaria y dependiente a una sociedad industrializada y moderna sin dependencia” [5]. 

    En este párrafo, el historiador logra sintetizar los dos polos opuestos que históricamente han ondulado sobre la fragua de la antítesis liberación o dependencia. Mientras que, por un lado, los nacionalismos europeos apoyados en el esquema ego conquiro - ego cogito, buscan reafirmar su identidad por medio del dominio fáustico de otros pueblos, siendo el imperialismo su consecuencia lógica, los nacionalismos latinoamericanos o dependientes en general buscan luchar por el establecimiento de un sujeto situado y no sujetado, es decir, bregan por la liberación, por el fin de la dependencia en cualquiera de sus variantes. Los nuestros son países que buscan lograr un desarrollo autónomo, sin la necesidad de imponer su voluntad por sobre los demás pueblos, sino por el contrario, lo intentan por medio de la construcción de alianzas estratégicas y largoplacistas que garanticen la convivencia fraterna de las naciones, tal como indicaba el General Perón en el Modelo argentino.

    Una vez más, debemos responder a la pregunta de ¿por qué es necesaria esta distinción entre los tipos de nacionalismos? Porque las mismas usinas de pensamiento de las que maman universidades, medios de comunicación y un espectro del arco político, se posicionan desde la perspectiva liberal que iguala nacionalismo con populismo y, por lo tanto, con los conceptos de corrupción, ineficiencia estatal y barbarie. Además, conciben al nacionalismo a la manera europea que, en sus variantes extremas, alcanza representaciones como las del fascismo y el nazismo, obviando además las características históricas y políticas propias de cada región y país.

    Por eso, para nosotros, el nacionalismo no es la intención de imponernos sobre las demás naciones, sino que se constituye en la herramienta que tenemos para hacer frente a los intentos de penetración imperial: económica, política, militar y culturalmente. Estos intentos constantes de penetración se ocultan bajo el manto civilizador de la razón o el mandato civilizatorio, que se autopercibe como superior por la posesión de ciertas características técnicas. Así, bajo la excusa del “estancamiento cultural”, desde la perspectiva hegemónica del centro permea la idea sobre la incapacidad de realización y la inferioridad de condiciones para darnos una política nacional propia, como si tuviéramos que ser tutelados por una fuerza ajena. Es en este punto donde el nacionalismo europeo imperial comprende a los nacionalismos populares como populismo, es decir, como una versión desmejorada de la democracia liberal republicana: el estancamiento es lo contrario al progreso, sin progreso no hay libertad y la libertad debe ser impuesta por quien posea la técnica, el conocimiento, la razón (de ahí la tecnocracia). Se convierte así en un proceso sutil y poderosísimo de dominación cultural mediante el ejercicio del hábito de desnaturalizar lo propio y reivindicar lo ajeno.





La madre de todas las dependencias

    ¿Cómo se cristaliza la dominación cultural? Se logra mediante el poder, entendido como construcción de consensos. Hemos padecido dos de sus posibilidades: por un lado, el ejercicio de facto de la fuerza de las armas. Sin embargo, como esto ya se encuentra bastante desacreditado socialmente (o al menos no se lo propone afirmativamente y gritándolo a los cuatro vientos), últimamente se ha perfeccionado un tipo de sujeción alternativa, menos obvia y por lo tanto menos identificable. Existe un “modo invisible” de manipular (o al menos direccionar) las subjetividades y de crear conciencia en torno a una “razón sin razones”. Decimos que es invisible porque esconde su acto de imposición, se presenta una postura parcial (como cualquier otra) desde el lugar de la objetividad, se muestra como la única mirada válida, real.

    Sin embargo, ¿cómo resulta posible que en muchos casos terminemos aceptando y haciendo propia esa perspectiva impuesta? Por la trama simbólica que construyen, por la serie de relaciones que forman entre nuestras creencias que son resignificadas y reutilizadas muchas veces en contra de nosotros mismos. Como ya dijimos, esta manera de operar sobre las subjetividades se autoproclama como la voz de lo Universal (es igualmente valedero para Ushuaia, Nueva York o Hong Kong), se percibe como Ahistórico (siempre fue y será de esa manera y no de otra) y además tiene pretensiones de Moral (juzga acerca del bien y el mal). Debemos entender que lo complejo de estos movimientos reside, justamente, en su carácter simbólico y no material. 

¿Cómo se aprehende una idea? ¿Cómo se genera el hábito de decir o pensar en un sentido? Se logra por medio de la repetición, mediada por un comunicador (desde un periodista hasta una persona que ocupa un cargo público en algún poder del Estado). Esa repetición genera lo que se denomina dependencia simbólica. Para dar cuenta de este término, citaremos a Hugo Fernández Panconi en La melga y la estrella: “Llamamos dependencia simbólica a la respuesta subjetiva y concreta que consigue en nuestro pueblo (y en tantos otros) la estructura industrial imperialista con su fabulosa producción de bienes simbólicos que, gracias a la penetración cultural (dominio del mercado por la colonización pedagógica y cultural efectuadas), invisibiliza la propia producción de símbolos, en algunos casos hasta darla por inexistente. También al acomplejamiento social que el comportamiento devenido de dicha dominación ha naturalizado entre millones de compatriotas”

    Así, esa dependencia generada en torno a nuestras creencias sobre lo que debemos ser como nación, se ha desarrollado históricamente por dos cauces. Por un lado, el de la alteración o modificación de las formas históricas de gobierno, la alternancia entre dictadura, democracia, proscripción y reconstrucción nacional. Por el otro, el poder hegemónico ha buscado actuar de forma más arraigada sobre el entramado de la dependencia simbólica, actuando directamente sobre el lenguaje y, por extensión, sobre nuestra forma de ver el mundo. Por lo que, palabras como Democracia, Justicia, Bienestar, Pueblo, etc., que necesaria e históricamente tienen una carga emotiva muy fuerte en nuestro país, tienden a ser reducidas a nomenclaturas académicas fortuitas capaces (o no) de definir un estado transitorio y pormenorizado de cosas. La democracia se circunscribe a los resultados electorales, la justicia al encarcelamiento de los delincuentes, el bienestar a la compra de dólares y el pueblo a un sustrato identitario no popular. 

    Esta renovada forma de dominación simbólica permite generar otra manera de construir sentido, alejada de la realidad, puesta en el ámbito de la virtualidad, de una supuesta libertad no comunitaria, sino por el contrario, egoísta y sectaria, es decir, otra vez a la manera del Ser separado del Estar, otra vez la aparición de la zoncera Civilización o Barbarie, otra vez la necesidad de reafirmar y comprender por medio del nacionalismo cultural lo que realmente somos: un Pueblo de pie que reafirma una y otra vez su voluntad de Justicia, Soberanía e Independencia.



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[1] Perón, Juan D., Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, pág. 8.
[2] Ídem.
[3] Dussel, Enrique. Europa, modernidad y eurocentrismo en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. CLACSO. Buenos Aires. 2000. P. 41.
[4] Hernández Arregui, José. Imperialismo y Cultura. Ed. Continente. Buenos Aires. 1957. Pág. 270.
[5] Cárdenas, Gonzalo H. Las luchas nacionales contra la dependencia. Ed. Galerna. Buenos Aires. 1969. Pág. 33.
[6] Fernández Panconi, Hugo. La melga y la estrella. Apuntes sobre la dependencia simbólica. Ed. Capiangos. 2014. Pág. 136.

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