LA ÚNICA VANGUARDIA ES EL PUEBLO: De Perón a Kusch y Francisco | Por Leila Vázquez y Tomás Cimmino

Por Leila Vázquez y Tomás Cimmino
Miembros de la Secretaría de Formación Política
Organización Peronismo Militante Tres de Febrero


"La cultura significa lo mismo que cultivo. Pero no sabemos qué cultivar. No sabemos dónde está la semilla. 

Será preciso voltear a quién la está pisando. 

Pero pensemos también que esa semilla está en nosotros”

Rodolfo Kusch.

El historiador Fermín Chávez decía que “las crisis argentinas son primero ontológicas, después éticas, políticas, epistemológicas, y recién, económicas. Nuestras crisis expresan un trasfondo problemático subyacente a la realidad cotidiana, en un plano más profundo de nuestra existencia. Para comprenderlas es necesario, primero, comprendernos a nosotros mismos. Esto implica preguntarnos por nuestro ser nacional y nuestro espíritu como pueblo; y esa pregunta es fundante, en tanto es el primer paso para nuestro propio reconocimiento. Cabe entonces pensar la importancia de filosofar, no en pos de un saber académico, sino para indagar en la pregunta por lo que somos como punto de partida para darle sentido a nuestra existencia. O como supo sintetizar Kusch, “el problema de la filosofía es el problema de la liberación. Filosofar es programar el amanecer al cabo de la noche. Es plantearse la liberación que ocurrirá seguramente al día siguiente”.

Todo proyecto o acción política se sustenta en una concepción filosófica, que implica una forma de comprender y situarse en el mundo y un horizonte de transformación -o no- del mismo. Implica, también, un sujeto a través del cual ese proceso es llevado a cabo. En este sentido, Rodolfo Kusch planteaba la filosofía como una “cultura que ha encontrado su sujeto”. Será preciso entonces tener claro cuál es nuestro sujeto para generar una filosofía verdaderamente nacional. Aquella que nos permita comprender nuestro ser, nuestro espíritu y nuestro sujeto histórico, para desde allí plantear un proyecto que nos muestre el sentido que andamos buscando.

En este sentido, es necesario no perder de vista que nuestra contradicción principal -Liberación o Dependencia- se da también en el plano de las ideas. Aquí, esta tensión se traduce en la existencia de un pensamiento colonial y un pensamiento nacional, en lucha constante a lo largo de nuestra historia. Nuestros sectores elitistas y extranjerizantes se han ocupado históricamente de importar ideologías a través de las cuales construir un país que se parezca cada vez más a Europa y menos a América. Lo decía Perón en el Modelo argentino:
“Los argentinos tenemos una larga experiencia en esto de importar ideologías, ya sea en forma total o parcial. Es contra esta actitud que ha debido enfrentarse permanentemente nuestra conciencia. Las bases fértiles para la concepción de una ideología nacional coherente con nuestro espíritu argentino, han surgido del mismo seno de nuestra Patria.” 


Los ganadores de Caseros (1852) construyeron los cimientos de nuestro Estado-Nación basándose en un corpus filosófico y jurídico elaborado en y según Europa. Se instaló así la dicotomía civilización o barbarie, como el prisma bajo el cual fue visto lo propio como algo siempre inferior a lo ajeno. En el afán de construir dicha “civilización” se pretendió utilizar a modo de repetición aquél corpus ya creado en otras latitudes. En definitiva, se impidió la acción de filosofar como acto creador, cortando de raíz los intentos auténticos de esa expresión y priorizando la mera imitación de lo foráneo. Se ignoraba que esta matriz de pensamiento que buscaba traspolarse fue resultado de un desarrollo histórico de miles de años; un proceso milenario, cargado de vitalidad y de un equilibrio armonioso entre la vida y la conciencia, entre las preguntas y las respuestas que surgieron dialécticamente de la propia realidad del viejo continente.

 El problema es que en América nos han negado esta posibilidad. La asimilación de este corpus ajeno condicionó nuestra libertad de construir nuestro propio pensamiento, impidió nuestro pleno desarrollo espiritual y escondió nuestra conciencia histórica. Llevó, muchas veces, a pensar nuestros problemas desde las respuestas que ofrecía “el centro”, cuando -en realidad- esas respuestas fueron el resultado de un proceso en el cual Europa pudo encontrarlas partiendo de sus propias preguntas, dictadas por la propia realidad y no por una abstracción ideal. El intento de aplicar esas mismas respuestas a América impidió -o invisibilizó- la realización de nuestro propio proceso: dejamos de formularnos las preguntas y elaborar las respuestas según la realidad americana y argentina para buscarlas en recetas foráneas. Cabe aclarar, sin embargo, que lo dicho solo es aplicable a la clase política e intelectual de aquella generación empecinada en crear esa Argentina imaginada ignorando a nuestro Pueblo y nuestro vasto territorio que excede a la ciudad que rodea el puerto. La cuestión radica en que nuestra Nación construyó sus cimientos institucionales bajo este paradigma totalizador. Aquellos que buscaron las respuestas en nuestra propia realidad fueron sistemáticamente marginados de los círculos de poder, expulsados de los ámbitos académicos y ocultados de la historia -cuando no masacrados- por aquellos empeñados en la construcción de nuestra Nación como una ficción jurídica al servicio del Imperio.

Esto nos llevó a construirnos como imitadores, destinados a la eterna inferioridad de nuestra barbarie frente a su civilización. Desde este punto se nos culpa de nuestros reiterados “fracasos” ante los proyectos importados como fruto de nuestra incapacidad, como también se menosprecian los proyectos propios por no ser lo suficientemente occidentales. “Es que nosotros, los argentinos, somos incorregibles”, dirán. Aquí entran en tensión nuestras diferencias en múltiples dimensiones. No todos los pueblos son iguales: desde nuestra historia, nuestra identidad, nuestra cultura y nuestros valores difícilmente hubiéramos formulado las mismas preguntas que aquella Europa. O al revés: si interpretáramos nuestra realidad desde la filosofía europea, y a través de ella nos propusiéramos alcanzar un horizonte distinto, estaríamos ignorando cuál es el verdadero sujeto histórico en nuestras tierras -sustrato de todo proyecto nacional- y que es lo que éste anhela. “Si una ideología no resulta naturalmente del proceso histórico de un pueblo, mal puede pretender que ese pueblo la admita como representativa de su destino”, supo decir Perón en el Modelo argentino. 

Aparece aquí otra cuestión: en el seno de toda filosofía hay, además, un modelo de hombre y mujer. Una forma en la que se concibe al ser humano -individual y colectivamente-, sus motivaciones y sus aspiraciones. Desde dicha condición de imitadores, se asumió también el sujeto histórico sobre el que se apoyan aquellas filosofías -su modelo de hombre-, lo que condiciona todo proyecto político, económico o social.

El sujeto construido en la modernidad, que nutre tanto al marxismo como al liberalismo, nace como producto de la lógica propuesta por Descartes: “pienso, luego existo”. Un sujeto que se pretende universal, individual y guiado únicamente por el racionalismo instrumental. Sobre esta base se construyó el homo economicus, sujeto por excelencia del liberalismo económico, el cual mantiene una continuidad histórica con el neoliberalismo actual. Esta concepción del ser humano lleva a comprender a la sociedad como una suma de individuos que persiguen racionalmente su beneficio personal, siempre en el plano material. Bajo el discurso liberal -o neoliberal- yace la premisa filosófica que sostiene la teoría de la mano invisible: el ser humano como un yo individual -guiado exclusivamente por un racionalismo utilitarista- y el egoísmo como motor de la sociedad.

 En nuestra Patria, en cambio, no son éstos los valores que mueven la acción de nuestros hombres y mujeres. A pesar de los insistentes intentos de importar este modelo de hombre anglosajón, incluso con programas migratorios, se mantuvo latente otra realidad -la americana-. Sobran las evidencias históricas que demuestran los fuertes lazos de solidaridad y organización que prevalecen en el pueblo argentino. Es imposible pretender que funcione la imposición de un proyecto político y un modelo de vida anclado en una idea de ser humano que no es el nuestro. Y es este nuestro problema más profundo, raíz de todos los demás: el de no sentirnos representados con el modelo de hombre que se nos impone en nombre de una universalidad civilizada. Frente a este dilema ontológico, la lucha de clases es un juego de chicos.


De este modo, entendemos que para generar cualquier proyecto emancipatorio es necesario partir de nuestro modo de vida y de nuestro sujeto, es decir, nuestra forma de habitar el mundo. Estamos hablando aquí, en otras palabras, de nuestra cultura popular, que es la más fiel expresión de nuestro espíritu americano. Kusch decía que “detrás de toda cultura siempre está el suelo (...) Se trata de un lastre en el sentido de tener los pies en el suelo, a modo de punto de apoyo espiritual”, y continuaba afirmando que “no hay otra universalidad que esta condición de estar caído en el suelo”. Desde este punto nos permite pensar el arraigo, la gravitación del suelo en nuestra vida cotidiana. Nos impulsa, también, a problematizar la pretensión de universalidad que plantea el pensamiento occidental. Si nuestra cultura y nuestro ser están profundamente vinculados al territorio que habitamos -lo que Kusch denomina geocultura-, no existe tal posibilidad de pensarnos únicamente desde una filosofía surgida en territorios ajenos. O en otras palabras: no existe otra universalidad posible que la de estar situados en un tiempo y espacio determinados.

Habrá, entonces, que invertir a Descartes, siguiendo la propuesta de Rodolfo Kusch. Dar un giro epistemológico, cambiar el método a la hora de pensar la realidad en América. Cuando Descartes dice “pienso, luego existo”, pone como punto de partida la idea abstracta y el razonamiento, para recién desde allí pasar al plano de la existencia, al estar, a la realidad. Nosotros, en cambio, deberíamos hacer lo inverso. Ir de lo particular a lo general, comprendiendo que la realidad es superior a la idea. Partir de lo cotidiano, del estar, de nuestra cultura, de la forma en que habitamos el suelo, para desde allí pasar a la idea y poder pensarnos a nosotros mismos, pero esta vez según América y no según Europa. Partir desde el nosotros como categoría espiritual; como creadores y ya no como imitadores. 

Sin embargo, este intento constante de negación de lo nuestro en la construcción de nuestra Nación siempre chocó con una profunda verdad histórica. En Argentina, esa verdad encontró su punto más álgido de conciencia a través del peronismo. De hecho, para pensar al hombre argentino, Perón realiza un planteo similar al que hace Kusch desde el concepto de geocultura y del estar situado, respondiendo a quienes insistían en pensar al argentino como una prolongación -inferior- del hombre europeo:

“Olvidarán lo más importante: el hombre no es un ser angélico y abstracto. En la constitución de su esencia está implícita su situación, su conexión con una tierra determinada, su inserción en un proceso histórico concreto. Ser argentino significa también esto: saber, o al menos intuir, que ser lúcido y activo habitante de su peculiar situación histórica forma parte de la plena realización de su existencia. Es decir, habitante de su hogar, de la Argentina, su Patria.

Por lo tanto, lo que realmente distingue al argentino del europeo o del africano es su radical correspondencia con una determinada situación geopolítica, su íntimo compromiso moral con el destino de la tierra que lo alberga y su ineludible referencia a una historia específica que perfila lentamente la identidad del pueblo. ”


 La comunidad organizada  -fundamento filosófico del peronismo- fue posible no sólo por la capacidad analítica e intelectual del General Perón, sino fundamentalmente por su profundo entendimiento del sujeto cultural argentino y su realidad empírica. Así, comprendió que éste no se mueve por la razón instrumental del yo individual-egoísta, sino por principios y valores basados en la cotidianidad de nuestro pueblo, en eso que “está ahí nomás”, como diría Rodolfo Kusch. Y ahí no está la sociedad como un ente abstracto y homogéneo, sino la comunidad. Rige aquí el principio de proximidad, lo cercano, y los lazos sociales que se dan entre los sujetos en lo cotidiano. El todo es superior a las partes: no se trata de entender lo colectivo como una suma de individuos aislados, ni tampoco como un todo en el cual las partes se suprimen y pierden su valor. En la comunidad “el tránsito del yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva”. De aquí que “nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Queda a las claras que el concepto de comunidad, como también el de Pueblo, no distingue mayor frontera que la de estar alineado al interés del conjunto, es decir, a la liberación de nuestra Patria. No caben aquí antagonismos o luchas de clase: la unidad prevalece al conflicto.  


La propuesta filosófica de la comunidad organizada, sintetiza la comprensión del sujeto argentino porque parte de la interpretación y canalización de sus valores y aspiraciones. Según Perón, “el justicialismo es el resultado de un conjunto de ideas y valores que no se postulan; se deducen y se obtienen del ser de nuestro pueblo”. Resulta fundamental, por lo tanto, entender qué moviliza a nuestro pueblo. Kusch decía que el pueblo no opta por decisión intelectual, sino emocional”, y explicaba que aquí en América no alcanza con la argumentación intelectual y la racionalidad económica para entender e interpelar a nuestro ser nacional, porque son otros los factores que tienen prioridad en el sentir y el pensar popular. Por esto planteaba la necesidad de ampliar nuestra concepción de hombre y dejar de entendernos desde los parámetros occidentales planteados por la razón europea -liberal e imperialista- del siglo pasado. Es en este sentido que le da central relevancia a la noción de justicia dentro de nuestra lucha:

Recuperar la justicia es mucho más que recuperar el dinero. Con la justicia se recobra la integridad del hombre y toda su dignidad. Con el dinero sólo una parte del hombre, y no siempre la unidad. Por eso no se puede reemplazar esto con otros argumentos que sean ajenos a los valores. (...) 

 Y el Justicialismo contempla esta posibilidad para América. Cuando Perón dice que ‘el patriotismo de nuestros días va más hacia las formas positivas de la solidaridad’ en el sentido de que ‘el hombre está más inclinado a amar a los demás hombres que a las cosas’, está diciendo lo mismo. O mejor, dice que el problema del hombre moderno no es únicamente económico, sino primordialmente cultural, porque es de justicia”.



La doctrina justicialista encarna los valores, los sentidos, las ideas de nuestro pueblo o, en otras palabras, el espíritu de nuestro hombre argentino. Y he ahí su efectividad en la representación política, que explica a la vez el fracaso de los partidos tradicionales fuertemente intelectualizados. Éstos niegan el espíritu del pueblo, buscando analizarlo y explicarlo desde categorías creadas en Europa en función de la historia, la cultura y la política propias del viejo continente. Las ideologías de la modernidad -tanto el liberalismo como el marxismo- priorizan el progreso material y el desarrollo de las fuerzas productivas, poniendo el bienestar de la población en un lugar secundario o subsidiario del progreso universal. Los partidos tradicionales pretendieron constantemente acceder a esa universalidad planteada por “el centro”, renegando de nuestro pueblo y buscando incluso que éste cambie para poder ser encuadrado en ideas y proyectos políticos foráneos. No interpretan, en definitiva, nuestro ser y nuestra identidad nacional; peor aún, reniegan de él por no adecuarse a sus cánones occidentales. El justicialismo, por el contrario, invirtió el método cartesiano de forma práctica: partió de lo que somos para llegar a lo que -nosotros- queremos ser. Esto contrasta con lo que fue una historia de frustraciones por no ser lo suficientemente civilizados para satisfacer a quien sabe quién, en nombre de un ideal universal y abstracto que no nos representa. La intención de imponer los proyectos políticos de Occidente implicó ignorar lo que supo señalar Kusch:

“En América no hay otra constante que la de su pueblo. La base de nuestra razón de ser está en el subsuelo social. Es lo que demuestra el peronismo y éste, a su vez, es la consecuencia de una verdad que América viene arrastrando a través de toda su historia. Fue la verdad que alentaba detrás del Inca Atahualpa y es la que sigue palpitando, aún hoy, después de la muerte de Perón. Contra esa constante que es el pueblo, se estrellan las izquierdas y las derechas y los centros”. 

 El peronismo aparece así como la emergencia de una verdad más profunda encarnada en el corazón de nuestro pueblo. Aquello que Leopoldo Marechal acertó en llamar el topo de la historia, o Scalabrini Ortiz sintetizó como el subsuelo de la patria sublevado, refiriéndose a ese glorioso 17 de octubre que dio origen al movimiento. En este sentido, cabe retomar el concepto de autenticidad, central en la obra de Kusch y en el pensamiento de Perón. “Inventamos o erramos”. La revolución justicialista significó poner en el centro de la escena política al Pueblo, como principal creador y artífice de su destino. No se trató de vanguardias iluminadas que marquen el camino, sino de lo auténtico de nuestro pueblo, único sujeto capaz de guiar el curso de la historia.
A modo de conclusión, cabe repensar nuestra acción política siguiendo los siguientes lineamientos planteados por Kusch:

  El problema fundamental en la acción política es entonces establecer un diálogo básico con el Pueblo. Pero este diálogo ha de tener dos fases. Una corresponde a lo que Perón dijo sobre tomar el gobierno y la otra sobre tomar el poder. En el primer caso se trata de resolver los problemas inmediatos del Pueblo. (...) Pero el poder no se logra si no es entablando un diálogo que penetre la cultura misma del Pueblo. Para lograr esto se requiere tiempo. Implica ante todo la cultura propuesta por el Pueblo, toda su voluntad y su exigencia ética, y el horizonte simbólico en el cual se desarrolla.

Aquí cabe también la reflexión del Papa Francisco en Laudato Si’, alertándonos sobre el inmediatismo político: “Se olvida así que «el tiempo es superior al espacio», que siempre somos más fecundos cuando nos preocupamos por generar procesos más que por dominar espacios de poder.”



 No es casualidad la continuidad entre la filosofía de Kusch, Perón y Francisco (todas presentes a lo largo de este ensayo), ya que todas parten de lo mismo: los Pueblos en búsqueda de su liberación como única vanguardia. Y como militantes de esa causa, es preciso no caer en el inmediatismo político que señala Francisco, y ser propicios a entablar ese diálogo con el Pueblo que menciona Kusch. “Ascender a la clase popular”, como decía el Padre Mugica, y fundirnos en un nosotros como único camino posible para nuestra liberación, como expresó Perón:
Los valores permanentes afloran siempre. En el pueblo argentino estaba latente el sentimiento de independencia nacional lo que, tarde o temprano, habría de provocar el enfrentamiento contra la distorsión del contenido social de la democracia y contra la tendencia a la desnacionalización progresiva. (...) El intento de desvío no hace sino demorar el progreso de la nación, pero no logra impedir esa realización que lleva consigo la supresión de cuanto obstáculo se le interponga.”

El subsuelo de la patria siempre emerge y allí radica la clave fundamental de nuestra liberación. Como dice el Gallego Fernández,  “Hay que tener fe, casi mística en el Pueblo”.


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