Por Gabriel Rossini
Miembro de la Secretaria de Formación Política
Organización Peronismo Militante de Tres de Febrero
El 19 de Marzo, con el aislamiento social, preventivo y obligatorio a punto de declararse en la Argentina (se haría efectivo a las 00 horas del día 20 de Marzo), el músico argentino Pedro Aznar publicó en sus redes sociales este poema escrito y recitado por él mismo que tituló “La pregunta permanece”, el cual puede resumirse en una sola incógnita, que nos asalta desde que comenzó la Pandemia (y quizás desde un poco antes también): ¿Cuánto más?
Miembro de la Secretaria de Formación Política
Organización Peronismo Militante de Tres de Febrero
“Pudimos parar todo, para no sucumbir. ¿Por qué no podemos parar, barajar y
dar de nuevo en un mundo que corre atropelladamente al precipicio? (…)
Cuando todo esto pase, ¿vamos a seguir permitiendo que todo siga como
antes?”.
El 19 de Marzo, con el aislamiento social, preventivo y obligatorio a punto de declararse en la Argentina (se haría efectivo a las 00 horas del día 20 de Marzo), el músico argentino Pedro Aznar publicó en sus redes sociales este poema escrito y recitado por él mismo que tituló “La pregunta permanece”, el cual puede resumirse en una sola incógnita, que nos asalta desde que comenzó la Pandemia (y quizás desde un poco antes también): ¿Cuánto más?
La pregunta permanece mientras no tenga respuesta. La pregunta se vuelve
permanente cuando se asume que el estado actual de cosas es inalterable. Si
lo inalterable no se puede modificar, ésta ha de ser nuestra única realidad
(posible). La pregunta produce angustia, porque genera un vacío, un espacio
insondable que busca ser completado, que nos obliga a precipitarnos sobre lo
real para buscar una respuesta.
El aislamiento ha revalorizado el poder de la pregunta como tal. De repente,
contamos con algo más de tiempo para repensar situaciones de lo cotidiano, de
lo público y lo privado. Tuvimos que reformular la manera de comunicarnos y
reforzar canales alternativos de transmisión de contenido. La realidad se
precipitó sobre nosotros y nos exigió respuestas rápidas y congruentes para
hacer frente a un enemigo invisible. La situación ha demostrado que las
respuestas a un problema de salud pública no pueden ser garantizadas por un
grupo de entes desarticulados, sino que demanda la conducción estratégica y
centralizada de un instrumento fundamental que tienen todos los países del
mundo, el Estado.
Las respuestas y niveles de responsabilidad asumidos por los Estados han sido
distintos y variados. Algunos buscaron adelantarse a los “picos” de la curva de
contagio, suspendiendo las clases para todos los niveles del sistema educativo,
declarando la emergencia sanitaria y la cuarentena incluso antes de que la
situación se desatara con fuerza (como el caso argentino), otros reaccionaron
tardíamente, cuando la curva de contagios mostraba nuevos picos de
infectados y muertos todos los días (como los casos de Italia y España), y otros
simplemente dejaron librado a la decisión de cada una de sus divisiones
administrativas el manejo del distanciamiento social y el control de la expansión
de los contagios, sin que mediara un accionar centralizado y general (como el
caso de Estados Unidos).
Esto ha reactivado el debate acerca de la necesidad (o no) de tener Estados
Nacionales robustos y capaces de organizar a todos los agentes sociales para
guiarlos hacia un objetivo común. Se ha puesto en cuestionamiento la
capacidad de los sistemas sanitarios del mundo para poder recibir y tratar a
todos los habitantes que lo demanden (sumándose el Covid – 19 a las
afecciones ya de por sí existentes y tratadas en los Hospitales y Salas de
Atención Primaria). Y la cuestión en muchos países fue, nuevamente, si se
garantizaba el acceso de todos al sistema sanitario, incluso a aquellos en los
que dicho sistema se encuentra completamente privatizado. Así, reaparece con
fuerza la pregunta por el sentido subyacente en disputa: ¿Cuál debe ser el rol
del Estado?
Sabemos que la única verdad es la realidad. Ahora bien, ¿cuál es la realidad?
¿Cuál es el estado actual de cosas en el que nos encontramos inmersos y por
el cual no vemos garantizado el porvenir? Porque, en definitiva, la pregunta por
el Ahora es la pregunta por el Mañana, por lo que vendrá. Por lo que creemos
que, en este punto, la pregunta que en términos políticos permanece es
¿vamos hacia un nuevo tipo de Estado? Y más que un “ir hacia”, ¿es posible
construir o siquiera concebir una nueva forma de organizar lo público que
permita incluirnos a todos y todas? Primero repasemos desde dónde partimos.
La semiprivatización general de los servicios públicos por la que atraviesan
muchos países del mundo hoy en día, en pleno capitalismo del siglo XXI,
remonta su origen a algunas décadas atrás. Desde los años ’70, con el
recrudecimiento de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el
derrocamiento sistemático de los Gobiernos de América Latina para ser
reemplazados por Dictaduras Militares asesinas y el cambio de paradigma
desde un capitalismo centrado en la producción a uno basado en la
especulación financiera, el discurso liberal endureció su línea y fue por más. No
sólo se encargó de fustigar el modelo económico del “socialismo real” soviético
o desacreditar cualquier intento soberano de los estados de encarar proyectos
nacionales de desarrollo que no siguieran los lineamientos específicos
determinados por las oficinas del Departamento de Estado norteamericano o el
Fondo Monetario Internacional, sino que se encargó, principalmente, de
apuntar todo su arsenal teórico contra la perspectiva del denominado Estado
de Bienestar, comúnmente asociado al economista John M. Keynes, el cual
adquirió relevancia durante el período de posguerra.
Para los (neo)liberales de la década del ’70, el blanco de los ataques fue
principalmente uno: la centralidad que había adquirido el Estado como
organizador de la sociedad, ya que desde que finalizó la Segunda Guerra
Mundial, muchos países comenzaron procesos de estatización de servicios
públicos considerados indispensables para garantizar el bien común o
intensificaron la inversión en obra pública, buscando proteger sus economías
nacionales a través de la industrialización por sustitución de importaciones.
En este punto es importante tener en claro que la lógica de los teóricos del
liberalismo (y sus posteriores aplicaciones políticas) funciona a la inversa de lo
que uno podría esperar. En vez de partir de la realidad para comprenderla e
intentar transformarla para garantizar el bienestar general, toman como punto
de partida su propio marco teórico, con el cual, a simple vista, la realidad no se
condice. Ya sea desde los postulados de Adam Smith en su Investigación de la
naturaleza y causas de la riqueza de las naciones hasta La economía
monetarista de Milton Friedman, buscan que la realidad se adapte a sus
esquemas teóricos, para lo cual deben recurrir necesariamente a definiciones y
explicaciones matemáticas, porque en su base de pensamiento se encuentra la
racionalización de las conductas humanas. En pocas palabras: desde la
perspectiva del liberalismo o neoliberalismo, como se lo comenzó a llamar
desde su revitalización en la década de los ’70 del siglo XX, se despolitiza al
sujeto, se lo convierte en una variable más dentro de la “fórmula económica”,
porque, claramente, si no podemos plantear cierto margen de previsibilidad,
¿cómo podríamos formular teoría alguna? El problema está en pensar que las
conductas humanas permanecen inalterables en el tiempo y son idénticas en
cualquier parte del planeta. Y peor aún, supongamos que podemos aceptar a
regañadientes que la inalterabilidad de las conductas humanas puede
convertirse en un supuesto teórico, a eso se le agrega que se trata de un sujeto
que consume racionalmente y que por eso mismo es previsible. Si algo ha
demostrado la Pandemia actual del Covid – 19, es que la racionalidad de los
consumidores se ha evaporado o bien, nunca ha sido tal como marca la teoría.
Más allá que esta cuestión extremadamente sintetizada en el párrafo anterior
dé cuenta de una traslación del paradigma científico de las ciencias de la
naturaleza a la comprensión y ejercicio de las ciencias sociales (como la
economía), detrás de ella se esconde también una intencionalidad política que
hemos de comprender claramente para dilucidar con mayor precisión qué es lo
que estamos viviendo actualmente y hacia dónde posiblemente vayamos. La
concepción del Estado neoliberal es la de un Estado “chico”, es decir, que le
otorga mayor importancia a las decisiones (atención) racionales que toma el
Mercado. ¿Quién es el Mercado? Básicamente, las corporaciones
multinacionales, bancos, grupos de inversores y acreedores de deuda
internacional. ¿Qué es un “Estado chico”? Es un Estado que no interviene en la
economía, salvo cuando debe operar en favor del Mercado. Es decir, desde
esta concepción, el Estado es un ente subsidiario del Mercado, por lo que está
a su servicio. ¿Y qué ocurre con el resto que no pertenece a ese “Mercado”?
Queda librado a su propia racionalidad, es decir, a la capacidad mayor o menor
que tenga para encontrarse con un mercado de trabajo cada vez más
competitivo y calificado, donde el punto de partida es cada vez más desigual
(meritocracia). Son, básicamente, individuos transformados en números, en
variables. Por eso, cuando un economista liberal habla de países más o menos
ricos, no suelen referirse a la calidad de vida de sus ciudadanos, sino a cómo
se representa ese país en términos numéricos, en términos de cuánto “mejor o
peor” se encuentran sus cuentas macroeconómicas. Por eso es que Chile es
puesto en el foco de atención y tildado de mejor alumno. Sin embargo, si
miramos un poco más detenidamente hacia el interior de su aparato estatal,
vemos que se trata de una economía enormemente privatizada, donde
servicios básicos como la educación y la salud no se encuentran garantizados
por el Estado de forma masiva, pública y gratuita (de ahí el creciente
descontento social que terminó por estallar durante el 2019), donde también se
observa una continuidad con el aparato represivo heredado de la dictadura
pinochetista que no se ha revertido en democracia y, por sobre todo, la
sujeción de su independencia económica a tratados de Libre Comercio como el
ALCA.
Se trata de un estado desmembrado, al que le faltan capas y capas de lo
público. Por eso es un Estado chico, porque es para unos pocos. Es un Estado
que genera instrumentos de deuda pública para favorecer la fuga de capitales y
la acumulación de ganancias por parte de las grandes corporaciones y no así
para realizar inversiones productivas que generen lo que aún hoy sigue siendo
el ordenador social por excelencia: el Trabajo. Es ese mismo Estado al que
recurrieron los bancos y financieras en 2008, durante la caída de la Bolsa de
Wall Street en Nueva York (EE.UU.) para que les condone sus deudas y les
otorgue préstamos a tasa cero, en lo que popularmente se dio a conocer como
“paquetes de salvataje”, bajo el argumento de que ante la inevitable quiebra de
esas corporaciones, se precipitaría un colapso absoluto del sistema. ¿Qué
sistema? El financiero, ese mismo que hoy se desploma a pedazos por un virus
microscópico que obligó a todos los Estados del mundo a frenar cualquier tipo
de actividad para evitar el colapso de otro sistema al cual se le ha prestado
menos atención: el de salud.
El avance y consolidación del neoliberalismo se pareció más bien a una
realización trágica del pronóstico de Huntington en su Choque de civilizaciones,
donde anunciaba el fin de la historia (el fin del conflicto entre el capitalismo
occidental y el comunismo tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la
Unión Soviética). Ese choque es, básicamente, cultural. La lógica es, si no se
puede coexistir con perspectivas y entramados culturales distintos, se deben
“unificar” esas miradas, bajo lo que algunos autores como Zizek, Jameson o
Laclau denominan Multiculturalismo, que no es más que la universalización del
paradigma neoliberal, por medio del cual se impone la razón del individualismo
por sobre la comunidad y el distanciamiento social del Estado respecto a las
necesidades de su población civil, relegando esta función en el Mercado
(donde también deberíamos incluir a varias ONGs), permitiendo que se
imponga un valor de cambio (un precio) a esas necesidades que, además, en
ese contexto, serán relativizadas en la medida en que cada individuo deberá
poder responder por sí mismo, sin que medie la asistencia o el auxilio del
Estado.
Así, podemos dividir y resumir el estado actual de cosas en tres aspectos:
desde el punto de vista social, se exacerba el individualismo consumista, desde
lo político, la democracia liberal es tecnocrática, ya que confía el manejo del
estado a un grupo de técnicos formados en casas de estudio que anteponen lo
privado a lo público y en lo económico sigue en pie lo que conocemos como
capitalismo financiero (cuya variante criolla es la patria contratista).
Esa es la realidad, pero, ¿qué espacio queda para la verdad en todo esto?
Todo parece insoportablemente leve, sin compromiso, como si fuera así desde
siempre y así debiera seguir siéndolo. La naturalización de un estado de cosas
determinado es lo que nos puede hacer creer que la realidad no puede ser de
otra manera. Por eso es que siempre nos encontramos entre la vara
comparativa de los Países del Tipo A o los Países del Tipo B, dejando de lado
que puede existir una Tercera Posición.
Esa levedad es la que nos lleva a no creer, a no afirmarnos desde un Nosotros
Mismos. Esa idea permea capas de conciencia, hasta llegar a los medios
masivos de comunicación. Desde allí se nos intenta hacer creer que tomar una
posición definida, creer en ella y hablar francamente desde ese lugar,
reconociéndolo como tal, está mal. Porque se nos acusa de parciales, desde
una supuesta imparcialidad objetiva inubicable. Esa es la universalidad
aparente de la que hablamos más arriba. Si decimos que no tomamos ninguna
posición, ningún lugar, entonces quiere decir que nos encontramos en una no –
posición o no – lugar, lo cual, como tal, no existe, es una abstracción. Porque,
recordemos, no se puede ser sin estar.
Entonces, cuando un comunicador social dice que habla desde la objetividad o
desde la imparcialidad, no es una realidad, sino que es una pretensión
ideológico – comunicativa que busca legitimar su discurso por medio del arma
no física más poderosa que conocemos: el sentido común. Porque, ¿quién
puede estar en contra o por fuera del sentido común? Solo un idiota (de la raíz
del griego antiguo idios, aquel que no se ocupa de los asuntos públicos, sino
solo de sus asuntos privados). Este procedimiento esconde una doble
violencia: por un lado, pretende anular la posibilidad de concebir una
perspectiva distinta a aquella considerada como única y correcta, y por otro
lado aniquila simbólicamente (margina, discrimina, descalifica, escracha) a
aquel que “no es capaz de pensar con sentido común” (léase: en términos
universales).
Ahora bien, esa universalidad se encuentra mediada por alguien, que tiene
intereses particulares y piensa desde un punto de vista en particular, el cual
logró imponer al resto mediante la aceptación (hegemonía) o por la violencia
física (sujeción). El relato digital de la posmodernidad (es decir, este espacio de
tiempo actual, contemporáneo, al cual no le hemos querido encontrar un
nombre más acertado) transforma una mirada particular sobre el mundo en la
mirada universal. Por contrapartida, esto produce un contrapunto voraz en el
espacio comunicacional, que muchos llaman posverdad. Es decir, aquello que
viene después de la verdad, en reemplazo de ésta. Una polifonía de voces que
se entrecruzan y que se asumen como la única verdad al mismo tiempo,
provocando un universo de desinformación inconmensurable, que tiene su
correlato tragicómico en las “fake news”, los trolls de Twitter y la banalización
televisiva de la política.
Esto nos devuelve de lleno a la pregunta sobre nuestra realidad en el contexto
mundial actual: ¿Seguiremos los pasos de otros estados que han privilegiado la
economía por sobre el bienestar de su Pueblo? Vemos que no. ¿Será este el
inicio de un cambio de paradigma de lo público que por fin nos acerque a la
realización de un Estado como organizador estructural de la comunidad?
Frente a un escenario que muestra una Unión Europea cada vez más
desarmada y al borde de la desaparición como bloque económico (que desde
el alejamiento de los británicos mediante el Brexit solo ha aumentado el nivel
de conflictividad interna) y con la guerra comercial subterránea que libran
Estados Unidos y China que es anterior a la Pandemia y que se ha visto
exacerbada por ésta (compra de acciones por parte de China de empresas
norteamericanas y europeas, caída del precio del petróleo, acusaciones
recíprocas sobre quién originó el virus, etc.), emerge como nuevo horizonte
(¡necesario!) la idea de un nuevo tipo de Estado basado en la solidaridad, al
servicio del pueblo y de sus necesidades más imperiosas.
Es una “posibilidad posible”, que dependerá en gran medida de que seamos
capaces de llevar adelante ese nuevo contrato social de ciudadanía
responsable del que hablara Cristina Fernández, en el que como comunidad
podamos organizar nuestras tareas, responsabilidades y nuestras vidas de
manera que todos y todas podamos garantizar el bienestar del Otro, que será
por extensión, garantizar el cuidado de uno mismo.
La pregunta permanece, pero ya contamos con la respuesta.
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